5 peores cosas en la vida de un amante del vino
Cinco casos en los que un buen vino se convierte en la causa del malestar. El vino no siempre causa placer. Existen ciertos raros momentos en que la mejor bebida nos depara los peores ratos. Ratos en los que uno preferiría ser bebedor de sosas aguas saborizadas a un amante del rojo producto de la vid. Así es esta pasión. Si como dijera Sigmund Freud al dar sus primeros pasos en la teoría psicoanalítica, a los humanos nos mueve la búsqueda del placer, cada vez que descorchamos y obsequiamos una botella nos vemos motorizados por ese principio universal esbozado por el padre del psicoanálisis.
¿Pero qué sucede cuando las cosas marchan mal? ¿Qué, cuando uno no encuentra el placer que buscaba? ¿Debiera ir al analista y contarle que tal botella estaba picada y que eso despierta una agria frustración de la infancia? ¿O que el olvido del sacacorchos en el auto, cuando el picnic es a cuatro kilómetros de caminata, es en realidad una negación que se arrastra por los bajofondos del yo? Para pasar el mal rato, lo que sigue es un compendio de cinco los cinco peores ratos en la vida del amante del vino. Seguro ha estado alguna vez ahí.
La vanidad herida
En un esfuerzo de producción compró una botella cara, con carenado lujoso y precio de nube. Para lucir esa porción de la vanidad que el dinero excita en las personas, invita a una pareja a cenar a casa y al descorchar la botella –un chileno Almaviva 2006, por ejemplo, más de 150 dólares la botella- no hay forma de ocultar que el vino no es puro placer. Todos lo elogian por caro, pero en su corazón hay un sentimiento de estafa que late con fuerza. Por supuesto, nadie dirá que está mal, pero será difícil remontar la cuesta de la vanidad herida en la billetera.
La impaciencia como método
Un amigo del alma le regaló una botella que usted guardó con celo cinco temporadas a la sombra. Y ahora, al fin, encuentra el momento indicado para descorcharla. Al abrirla, un tufo de moho, betún y chispazos metálicos le alerta que no anda bien con el vino. Un sorbo despeja todo duda y la verdad es inapelable: está acabado. A la frustración primera sigue la ira, ira que deberá atemperar con unas clases de yoga si no quiere sacar turno en el analista la semana entrante.
La botella equivocada
Sucede en cualquier reunión hogareña, cuando la gente no se conoce del todo. Uno llega con la mejor botella que es capaz a una cena –el Gran Vin 2005, de Fabre Montmayou, por ejemplo- y resulta que los dueños de casa no la abren y la encanutan para después, y a cambio ofrecen dos botellones de Valderrobles. O peor, la beben sin prestarle la menor atención, incluso «sodeado» para usar la expresión del enólogo Ángel Mendoza. Y entonces a uno le brota la psicosis como una enredadera en el alma y se jura y perjura que de aquí en más llevará Finca Los Quiroga a donde quiera que lo inviten.
El cuento del tío
A menudo uno quiere congraciarse con el médico, el abogado o el cliente. Las relaciones humanas son así. Entonces les cae un día con una botella de Petit Caro, que leyó por ahí que era uno de los vinos más sabrosos del mercado. Y no va que el tipo lo recibe cordialmente, pura sonrisas, y muy suelto de cuerpo le cuenta que es abstemio por principios morales, religiosos o simple mal gusto. Ahí es cuando no hay marcha atrás: viendo alejarse la botella, que sabe morirá en una vitrina en la casa equivocada, el la sensación es de bronca. Como si nos acabaran de hacer el cuento del tío y le dejaran el fajo de papel mientras el otro se lleva el dinero.
La ley del gallinero
En nuestro mercado todos beben Malbec, algunos admiten que prefieren el Cabernet y los sofisticados proponen el Pinot Noir ante todo. Usted es un hombre sofisticado y en un almuerzo con el gerente general de la empresa que acaba de llegar de Buenos Aires propone uno para darle color local al meeting. Un Barrel Fermented 2007 de Schroeder, que sabe es sofisticado y grato. Al beberlo, sin medias tintas el gerente opina que le falta color, que le hubiera gustado un cabernet cojonudo y que, si no se ofende, va a pedir un tinto lija. ¿Cómo? Intenta explicarle que el Pinot es la suma de la suavidad, pero ya no hay caso: es la frustrante ley del gallinero. Y esa noche, cocido en el calor de su insomnio, piensa que debe independizarse y montar un negocio la mañana siguiente.
Cinco casos en los que un buen vino se convierte en la causa del malestar. El vino no siempre causa placer. Existen ciertos raros momentos en que la mejor bebida nos depara los peores ratos. Ratos en los que uno preferiría ser bebedor de sosas aguas saborizadas a un amante del rojo producto de la vid. Así es esta pasión. Si como dijera Sigmund Freud al dar sus primeros pasos en la teoría psicoanalítica, a los humanos nos mueve la búsqueda del placer, cada vez que descorchamos y obsequiamos una botella nos vemos motorizados por ese principio universal esbozado por el padre del psicoanálisis.
¿Pero qué sucede cuando las cosas marchan mal? ¿Qué, cuando uno no encuentra el placer que buscaba? ¿Debiera ir al analista y contarle que tal botella estaba picada y que eso despierta una agria frustración de la infancia? ¿O que el olvido del sacacorchos en el auto, cuando el picnic es a cuatro kilómetros de caminata, es en realidad una negación que se arrastra por los bajofondos del yo? Para pasar el mal rato, lo que sigue es un compendio de cinco los cinco peores ratos en la vida del amante del vino. Seguro ha estado alguna vez ahí.
La vanidad herida
En un esfuerzo de producción compró una botella cara, con carenado lujoso y precio de nube. Para lucir esa porción de la vanidad que el dinero excita en las personas, invita a una pareja a cenar a casa y al descorchar la botella –un chileno Almaviva 2006, por ejemplo, más de 150 dólares la botella- no hay forma de ocultar que el vino no es puro placer. Todos lo elogian por caro, pero en su corazón hay un sentimiento de estafa que late con fuerza. Por supuesto, nadie dirá que está mal, pero será difícil remontar la cuesta de la vanidad herida en la billetera.
La impaciencia como método
Un amigo del alma le regaló una botella que usted guardó con celo cinco temporadas a la sombra. Y ahora, al fin, encuentra el momento indicado para descorcharla. Al abrirla, un tufo de moho, betún y chispazos metálicos le alerta que no anda bien con el vino. Un sorbo despeja todo duda y la verdad es inapelable: está acabado. A la frustración primera sigue la ira, ira que deberá atemperar con unas clases de yoga si no quiere sacar turno en el analista la semana entrante.
La botella equivocada
Sucede en cualquier reunión hogareña, cuando la gente no se conoce del todo. Uno llega con la mejor botella que es capaz a una cena –el Gran Vin 2005, de Fabre Montmayou, por ejemplo- y resulta que los dueños de casa no la abren y la encanutan para después, y a cambio ofrecen dos botellones de Valderrobles. O peor, la beben sin prestarle la menor atención, incluso «sodeado» para usar la expresión del enólogo Ángel Mendoza. Y entonces a uno le brota la psicosis como una enredadera en el alma y se jura y perjura que de aquí en más llevará Finca Los Quiroga a donde quiera que lo inviten.
El cuento del tío
A menudo uno quiere congraciarse con el médico, el abogado o el cliente. Las relaciones humanas son así. Entonces les cae un día con una botella de Petit Caro, que leyó por ahí que era uno de los vinos más sabrosos del mercado. Y no va que el tipo lo recibe cordialmente, pura sonrisas, y muy suelto de cuerpo le cuenta que es abstemio por principios morales, religiosos o simple mal gusto. Ahí es cuando no hay marcha atrás: viendo alejarse la botella, que sabe morirá en una vitrina en la casa equivocada, el la sensación es de bronca. Como si nos acabaran de hacer el cuento del tío y le dejaran el fajo de papel mientras el otro se lleva el dinero.
La ley del gallinero
En nuestro mercado todos beben Malbec, algunos admiten que prefieren el Cabernet y los sofisticados proponen el Pinot Noir ante todo. Usted es un hombre sofisticado y en un almuerzo con el gerente general de la empresa que acaba de llegar de Buenos Aires propone uno para darle color local al meeting. Un Barrel Fermented 2007 de Schroeder, que sabe es sofisticado y grato. Al beberlo, sin medias tintas el gerente opina que le falta color, que le hubiera gustado un cabernet cojonudo y que, si no se ofende, va a pedir un tinto lija. ¿Cómo? Intenta explicarle que el Pinot es la suma de la suavidad, pero ya no hay caso: es la frustrante ley del gallinero. Y esa noche, cocido en el calor de su insomnio, piensa que debe independizarse y montar un negocio la mañana siguiente.
Fuente: La Mañana de Neuquén
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